La parentela. Esos personajes que habitaron nuestra infancia ya sea de manera permanente o en ocasiones fugaz. Aquellos que cada cierto tiempo encontrábamos en las fiestas familiares. A los que nuestras madres nos obligaban a saludar de beso y de los que teníamos que soportar el aroma a viejo, algún jalón de pelo simulando una caricia o una barba mal cuidada restregada en nuestra mejilla. Cada uno con una historia a cuestas que a la niñez poco importa. Hoy, que es mi turno de ser esa pariente vieja, a la que tal vez no quieran saludar, porque claro, ahora yo soy la que huelo a rancio, me doy cuenta que cada personaje tenía una historia ligada a nuestra familia. En cada uno de ellos había tragedias o anécdotas chuscas. En una región tan pequeña, los matrimonios entre primos segundos o incluso primos en primer grado, no era descabellada ni mal vista. Hay un tejido que nos une que se hizo muchos nacimientos y matrimonios. Los niños que fallecieron prematuramente; aquella a la que no dejaron casar con el amor de su vida y terminó siendo abandonada con todo y vestido por otro novio; la que se atrevió a tener un hijo sin estar casada, terrible sino para una mujer del primer cuarto del siglo XX; las que adoptaron, cuidaron y quisieron a hijos que no eran suyos. Las que se aferraron a su amor y prefirieron casarse en la sacristía, así sin gran fiesta ni alharaca. Los que defendieron sus preferencias sexuales y prefirieron migrar, o seguir con la farsa y casarse, a los que el alcohol acompañó mucho tiempo. Todo eso puede ser visible, pero ¿y la tristeza interior?, ¿y la infelicidad?, ¿la zozobra?; ¿la certeza de haberse equivocado y tener qué continuar con la vida elegida?. La parentela.

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